miércoles, 20 de abril de 2016

El Espejo de Palabras



Luna llena sobre las calles de Bogotá. Una típica noche en la que los amantes de vocación que sobreviven en una ciudad  moderna, pero salvaje como una selva de cemento, como aves de amanecer, se posan en sus ventanas para fantasear.

Entre tantos, hay un hombre peculiarmente desaliñado, con los lentes torcidos a causa de la mano donde apoya burdamente su cabeza, que amenaza con zafarse de tanto divagar. Se dedica como le es costumbre, a contemplar la alucinación de su amada bailando bajo la lluvia de luz nocturna, que cae en noches como aquellas sobre los fríos andenes de la ciudad.

Hace meses que no se encuentran más que en cartas, Lucia y Carlos se separaron porque a veces el mundo diluye en su anchura los amores tan densos. No hay clara razón, aunque se podría inferir que estas cosas suceden para impedir la realización de la fantasía, en una realidad tan duramente normal como el concreto sobre el que se alzan las ciudades, o porque estos amantes no surgieron para amarse con caricias y besos con aroma a madrugada, sino para escribir una historia.

Lucía perdió su voz en el apachurre de un Transmilenio, mientras estaba perdida en la redacción de un mensaje de texto para Carlos, quizá su voz cayó bajo un asiento,  perdiéndose entre la indignación de los demás ciudadanos, o tal vez un tímido cansado de callar, se la arrebató en un descuido para así tomar aliento; es un misterio sin resolver, al que el obstinado Carlos no ha podido renunciar. Hace tanto tiempo que él anhela escuchar la voz de su amada; aunque bien sabe que es un capricho egoísta, de esos que vienen de regalo cuando se adquiere el amor en una sociedad capitalista. Y sin duda vienen bien cuando se adquieren al por mayor. Porque ningún amor es perfecto sin una u otra imperfección, sin algún deseo no satisfecho, o algún pequeño rencor que traiga de vez en cuando las ganas de darle una mordidita al oído del otro. Solo para enseñarse mutuamente quien manda, como los perros, pero con amor.

A pesar del tiempo sin escucharse, nunca perdieron contacto. Amores así, existen en su propia realidad y no existe tiempo, distancia o silencio que logre desintegrar la gravedad de las palabras que orbitan día y noche en sus corazones. En casos como éste, cuando no se trata solamente de amantes, sino de adiestrados escritores, la voz parece prescindible. Aún tras su separación su relación no se vio dañada. Quizá, porque desde un comienzo, les resultaba más fácil expresarse a través de las letras, que mediante ruidos tartamudos de timidez sin sentido.

Se conocieron gracias a una nota traviesa, que un adolecente Carlos, intrépido en su propia timidez, aprovechando la usual distracción de una escolar Lucía a la hora de la salida del colegio, colocó en su bolsillo hace poco más de quince años. La nota no por ser sencilla era menos locuaz, y contenía solo unas pocas palabras, como las siguientes:

¿Podrías mostrarme la forma de tus letras?
Carlos (de la otra esquina del salón).

Lucía, tan sorprendida como confundida, no veía de donde había salido aquella nota, no le parecía haber notado antes aquel chico de apariencia distraída en su clase, probablemente porque en ese entonces no solía hablar con nadie más que con su par de amigas de la infancia, de las que difícilmente se separaba. El misterio le divertía tanto como a cualquiera de su edad, por lo que no mencionó a sus amigas la existencia de aquella nota, era solo suya, su secreto. Decidió responderla más que nada para saciar su curiosidad:


Hola Carlos, ¿Qué esperas ver?
 Lucía.

Carlos encontró la nota entre las páginas de su cuaderno de matemáticas, una noche al estudiar para un examen, pensaba que probablemente era lo más interesante que jamás había estado entre aquellas páginas. Tenía dudas sobre cómo responder, pero no por eso demoró en arrancar una hoja y escribirle la respuesta más honesta que pudo. Aquella noche fue la primera en la que vio a Lucía bailar para él bajo la luz de la luna, solo que entonces no sabía lo que les depararía, las miles de noches de luna llena y divagación, las notas, los poemas y las cartas que vendrían, o que perdería el examen por tanto fantasear.

Algo de ti que nadie más haya visto, esperaba verte en tus letras, y tal vez ver que podemos ser amigos.
PD: Te vi. ¿Puedes verme?
Carlos.

Y Lucía en efecto vio a Carlos, tan claramente como él la vio dibujada a ella, en cada temblor seseante de los trazos largos de sus letras, en cada puntito bonachón de sus letras i, en el extraño cambio de fuente que había entre sus mayúsculas y minúsculas, en cada detalle, en cada palabra veía esculpida un trozo de su alma. Hay amores a primera vista, este tal vez, fue un amor a primera lectura. Cada nota, era una nueva sonrisa, un nuevo misterio arrugado secretamente en el bolsillo. Un breve escape de la realidad, como un vistazo por la rendija directo al alma de otro ser humano.

Sus pequeñas notas continuaron durante los últimos tres años de colegio, pero nunca hablaron frente a frente. Se dieron el tiempo de conocerse sutilmente, con pequeños trazos de sentimentalismo adolecente. Pero nadie salvo ellos podía ver cómo más allá de lo aparente, un tremendo amor iba naciendo en sus viajes de mente a mente.

Fue tal la enorme cantidad de notas escritas que ni ellos saben ya cuántas escribieron, se había vuelto dispendioso almacenarlas, porque sabían que una vez leídas quedarían por siempre guardadas en algún lugar de sí mismos. Habían explorado todas las formas de expresión que les era posible, se enviaban todo tipo de dibujos, hacían cadáveres exquisitos, hasta inventaron su propio lenguaje críptico como prevención, cuando una de las amigas de Lucía empezó a sospechar que le ocultaba algo y casi logra arrebatarle una nota para leerla.

A pesar de nunca haber salido juntos, causa probable de ese miedo adolecente a no ser aceptado por alguna nimiedad, se habían vuelto los mejores amigos, se veían de una manera más profunda a la convencional, siempre más allá de lo que se ve a simple vista, para ellos no habían apariencias engañosas, sabían que se conocían el uno al otro, más que lo que cualquiera sería capaz de llegar a conocerles, aunque por supuesto no por completo, nunca por completo. Sabían dónde encontrarse sin importar el lugar o el momento, su relación trascendía el mismo tejido del tiempo y el espacio, sabían tanto Carlos, como Lucía, que estaban al alcance de sus letras, para verse, nada más necesitaban comenzar a escribirse.

Al finalizar su etapa en el colegio, siendo más fuerte el miedo de perderse sin haberse visto, antes de dar un salto en el espacio del que podrían no volver, decidieron encontrarse para hablar cara a cara por primera vez. En el momento en el que Carlos vio a Lucía y Lucía vio a Carlos directamente a los ojos por primera vez, ambas conciencias colisionaron como si dos agujeros negros al devorarse mutuamente se transformaran en supernovas, fue un orgasmo, un nirvana de alegría y plenitud, fue un instante eterno en el que ambas mentes abrieron sus ojos al verdadero significado de las palabras, fue cuando a través del amor, entendieron todo por primera vez, materializando ese entendimiento en la forma de un beso. Sabían que todos los problemas y el malestar que había tenido lugar en sus vidas, las peleas entre amigos, los días de soledad y nostalgia incierta, que ambos entendían bien, tenían sentido solo por el momento en que sus labios se tocaron.

No podían dejar de lado las formalidades, pese a todo eran seres humanos en esta sociedad, el mismo día que se vieron por primera vez, sabían que querían estar juntos toda la vida, aunque la vida tiene sus propias opiniones sobre lo que considera estar junto o separado. Sin embargo ese día fue aquel en el que Lucía y Carlos decidieron ser novios.

Con el paso del tiempo las notas se fueron tornando más largas, tornándose en cartas que más que puros cuentos parecían pequeñas novelas. Conforme sus mentes fueron madurando y sus expresiones puliendo, sus cuerpos de niños hacían metamorfosis en cuerpos de adultos. Hubo una época de universidad en la que hablaban todos los días por teléfono, porque no tenían tiempo para entregarse sus cartas, pero nunca lograron sentir lo mismo que cuando se leían y con el tiempo las cartas siempre volvían.

***

En la actualidad, una preocupada Lucía mira por la ventana la misma Luna que el desvelado Carlos, recordando tantos buenos momentos, tantas bellas y sentidas palabras, trataba de hallar sentido a lo que le había sucedido a su voz.

Una mañana al despertar y dar su respectivo bostezo matutino, un sonido extraño y ronco salió de su boca, por su sorpresa exclamó: – ¿Qué? – Lo que acababa de escuchar salir de sí misma era un sonido grave y familiar que la dejo pasmada – Oh dios… –Exclamó con la voz de Carlos–. Lo siguiente que hizo fue llamarlo al celular, aunque lo dejó hablando solo al contemplar, un poco aterrorizada, lo mucho que se parecía su actual voz a la que le hablaba en ese momento.

En Colombia hay un decir que reza: Dime con quién andas y te diré quién eres, es algo que dice la gente para transmitir el saber popular de que cuando estas mucho tiempo con una persona, algo de ella se queda en ti, y algo de ti se queda en ella. Al menos Lucía había corroborado que la voz de Carlos no había sido intercambiada por la suya, una de las locas ocurrencias que no dejaba de pasarle por la mente. El contemplativo Carlos, absorto en la alucinación que cada Luna llena aparece fuera de su ventana, no hubiera podido imaginarse que a la mañana siguiente algo así le sucedería. 

Como es de esperarse, el trasnochador Carlos se levanta de golpe al enterarse de que va media hora tarde al trabajo,  sale corriendo a tomar una ducha rápida que le termine de despertar  y  como le es habitual,  se da su matutino golpe en el dedo meñique del pie contra la esquina de la puerta del baño, para luego gritar como una niña de nueve años. Pero esta mañana su grito estaba más bien a la par de una niña de cuatro o cinco, por lo que soltó una carcajada burlándose de sí mismo, pero al escucharla le hizo pensar que Lucia se burlaba de él y al mencionar su nombre con interrogativa, esperando hallarla escondida en algún lugar de su casa, se llevó la sorpresa de escuchar la voz que tanto ansiaba escuchar, salir de sí mismo, tal vez en ese momento entendió porque Lucia no le había dirigido la palabra hasta ahora – Que gracioso…­– pensó recordando aquel dicho popular.

Carlos envió un mensaje  a su jefe para decirle que estaba enfermo y que no podría asistir al trabajo, acto seguido agarro su celular para escribir un mensaje de texto contándole a Lucia lo que había pasado. Las ideas que Lucía consideraba locuras se habían realizado; en ese momento ella decidió serle honesta, aclarándole la razón por la cual no había hablado con él: “he perdido la voz” no significaba que se hubiera quedado muda, pero no le había contado más porque temía haberse vuelto loca.

Pasó una semana en la que investigaron cuanta fuente era humanamente posible escudriñar al respecto, pero jamás se había visto un caso similar. Un día después de aquella semana de ardua investigación, sus voces volvieron a cambiar, se habían convertido en una mezcla de la de ambos, ni muy grave, ni muy aguda, ni muy Lucía, ni muy Carlos. Unos días luego de eso el color de sus ojos se había transformado de manera similar, no tardaron en darse cuenta de que estaban desapareciendo de la manera más irónica posible, en su amor absurdo, cumplían la fantasía que todo amante sueña sin esperar realmente realizar, se estaban volviendo uno solo.

Pasaron los meses en lo que parecía una nueva pubertad, enfrentando los cambios que pretendían ser inesperados por ambos, aunque cada vez los veían venir. Decidieron no volver a encontrarse, en parte porque no parecía necesario y en parte por miedo a hallar un reflejo de sí mismos, parado ahí en la realidad. Sin embargo no sabían con certeza, si el miedo se debía al horror de encontrar un ser exactamente igual, o al de encontrarse alguna diferencia inconmensurable. Y se amaban, ahora literalmente tanto como a sí mismos, cosa que no sucede mucho en sociedades como la nuestra. En el espejo encontraban tanto de ellos mismos como de su ser más amado, el cual con el pasar de los días empezaban a no saber quién era, con sus dedos podían sentir lo que otro ser sentía a través de su tacto, en algún lugar distinto, casi como sintiendo una textura debajo de otra, como sería acariciar seda sobre el asfalto, no podían explicarlo, pero era como si los colores no fueran los mismos que antes y como si los olores y sabores tuvieran diferentes matices, antes no experimentados.

Pero con el paso del tiempo, todopoderoso normalizador de las maravillas más absurdas de la vida, fueron olvidándose. Habían perdido la clara certeza de ser quienes eran y se extrañaban, tanto a sí mismos como a la mera posibilidad de besar aquel rostro del que alguna vez se enamoraron. Pero ahora, hasta su caligrafía había perdido su identidad particular, cada día que pasaba, en las cartas que se enviaban para comentarse los cambios en sus cuerpos, podían notar como se iban pareciendo cada vez más, hasta que no sabían quién había adoptado que trazos del otro y parecía confuso quien escribía y quien leía.

Se extrañaban, tanto que habían empezado a sentir la desesperación de haberse perdido. Por lo que uno de ellos, realmente ya no importa cual, decidió hurgar en el pasado con la esperanza de hallarse a sí mismo y a su ser amado. Para su sorpresa, dentro de uno de sus más viejos cuadernos del colegio encontró una sus primeras notas ya olvidadas, el inicio de todo. Y copiando la caligrafía en aquella nota, uno de ellos escribió:

¿Podrías mostrarme la forma de tus letras?
Carlos (de la otra esquina del salón).

Al recibir esta familiarmente arrugada nota, tan sencilla en apariencia, algo volvió para ese ser, que decidió usar la antigua caligrafía de una joven Lucía para responder:

Hola Carlos, ¿Qué esperas ver?
 Lucía.

En el momento de terminar esa nota, ambos tenían claro lo que esperaban ver, ahora lo recordaban, el aroma del tabaco de Carlos, los habituales sonidos de La Candelaria, el sabor del café, volvían a sus memorias de una manera extrañamente definida, pero al menos sabían que hacer, tenían claro dónde ir.

Todo parecía haber vuelto a empezar de una manera un tanto retorcida, a la par que escribían la siguiente y primera carta que se entregarían,  fueron aprendiendo su nueva y vieja caligrafía, parecía que la puntuación detallaba sus cuerpos, mientras que cada letra transformaba sus almas como él paso de la vida, va transformando la idea que tenemos de nosotros mismos. Un día quedaron en un café color café al que amaban ir en sus épocas universitarias y al verse; allí estaba ella, aunque curiosamente desaliñada, embellecida por su ausencia como un vino que perfecciona su sabor al aislarse del mundo; y allí estaba él radiante de alegría y fijamente concentrado en la belleza de su amada, como nunca antes ningún Carlos había podido fijar su atención en algo real.




FIN

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